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Cuando el rey escuchó las palabras que el profeta gritaba contra el altar de Betel, extendió su mano desde el altar y ordenó:

— Apresadlo.

Pero la mano que había levantado contra él se le quedó rígida y no podía bajarla. El altar se rompió en pedazos y se esparcieron sus cenizas, de acuerdo con la señal que el hombre de Dios había anunciado por orden del Señor. Entonces el rey suplicó al hombre de Dios:

— Por favor, aplaca al Señor, tu Dios, e intercede por mí para que pueda mover mi mano.

El hombre de Dios aplacó al Señor y el rey volvió a mover su mano, que se le quedó como antes.

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